Suleiman y Nadia Khaouli: Nuestro amor es periódico de hoy

Suleiman Khaouli retratado por Adrián Diaz.

Suleiman Khaouli retratado por Adrián Diaz.

Primero, Suleiman Khaouli (n. 1928) pensó en emigrar a Arabia Saudita. Luego, Australia se hizo deseada tierra prometida. Pero una vez llegada la hora, en 1954, se decidió por Venezuela. Así, su cuñado Assad – que después dejaría Venezuela por Abiyán, en la Costa de Marfil colonial – logró procesarle una visa y Suleiman partió a Caracas seis meses antes que Nadia Karam (n. 1934), su esposa con quien recientemente había contraído nupcias, “para ver si podemos vivir aquí, trabajar aquí, hacer aquí. Porque, tú sabes, es muy grave el idioma para los extranjeros.”

Nadia y Suleiman se sientan uno al lado del otro en su casa beige en Caracas. Al narrar sus vidas, se interrumpen y se corrigen entre sí, rayando en lo gracioso cuando discuten por contar lo sucedido. En su sala, me muestran con orgullo un retrato de Youssef Bek Karam – “el Libertador del Líbano”, en palabras de Nadia – junto a una imagen de Saydet Zgharta (Nuestra Señora de Zgharta) y fotos de su hijo, su nuera y sus nietos. También me cuentan que la primera iglesia maronita del mundo está en Ehden.

 Los esposos se conocieron por vecinos en su pueblo natal, donde Suleiman era albañil y trabaja junto a su padre (Tannous Khaouli, esposo de Anise de Khaouli) y sus obreros pues “no me gustaba estudiar.” Nadia recalca, entre risas, “a mi menos.” Por su padre Rashid Karam, que contrajo nupcias con Faride de Karam, Nadia es familia distante de aquel libertador libanés. Su abuelo – que era políglota, pues la bisabuela de Nadia era maestra – fue uno de los primeros zghartewis en ir Roma, en el siglo diecinueve, junto a Youssef Bek, quien buscaba apoyo contra los otomanos. Su padre, a quien su familia terrateniente había mandado en caballo a estudiar en La Salle de la ciudad costera de Jounieh, había sido “el mejor sastre de Zgharta” al cual acudían los políticos del distrito para hacer sus trajes.

Pero el pasado había quedado atrás, separado por el océano. En la Caracas de los cincuenta, un recién llegado Suleiman comenzó a trabajar en el Mercado de Quinta Crespo donde vendía manzanas, peras, ciruelas y otras frutas: algunas locales y otras importadas. En aquellos primeros años en tierras venezolanas, Suleiman y Nadia vivieron en un edificio donde colindaban la Avenida Sucre con la Calle El Caribe. Allí, dividieron el apartamento en dos mitades: una para ellos y otra para sus mejores amigos recién llegados, Emil y Marie Mawad. Cada apartamento con su propio baño, cocina y cuarto: menos nevera, la cual compartían. “Vivimos bello, bello, bello”, me dice Nadia sobre sus años junto a los Mawad, “Estábamos muy pegados. Entonces llevábamos la vida juntos, siempre juntos”, llegando incluso a criar ambas camadas de hijos juntas: doce niños al sumar los seis Khaouli y los seis Mawad. “Buscábamos lo mismo”, me dice Nadia sobre el exacto paralelismo en la vida de ambas parejas, “Primero hembra, luego varón, luego hembra.” Para comercializar los frutos, algunos criollos – plátano, aguacate, naranja, mandarina – que compraba de los camiones que llegaban del interior y otros importados que adquiría de las neveras cercanas al mercado, Suleiman se levantaba cada día a las tres de la mañana para tomar un autobús y estar a las cinco en el Mercado de Quinta Crespo. Debido al trayecto matutino, la pareja decidió mudarse al Edificio Tricolor frente al Mercado de Catia. Allí nacería su único hijo varón y el cuarto de seis.

Fue el frío de las neveras del mercado lo que le provocaría a Suleiman fuertes dolores estomacales que las pastillas dadas por los doctores del Centro Médico de Caracas y sus excesivas prohibiciones alimenticias no lograban resolver. Así, acompañado por Azis Antor – suegro de uno de sus amigos de Zgharta en Venezuela – partió en 1959 a Boston con la intención de conseguir una cura para su estómago. Primero, llegó a Filadelfia y luego partió a Springfield – en Massachusetts – donde vivían los tíos de Nadia. En su mes en Estados Unidos, familiarizó al empleado del café de la clínica con su típica orden diaria “please, sandwich with chicken and water” y tuvo la oportunidad de ver al presidente Eisenhower en una ocasión cuando este acudió a la clínica bostoniana. Finalmente, el doctor cabecilla – un hijo de franceses – diagnosticó al estrés y al frío de las neveras como los causantes de los males: “el trabajo suyo debe ser más suave”, le dijo y pronto los dolores cesaron. Así, Suleiman puso su estómago a prueba con whiskey, picante y todo tipo de posibles causantes de reacciones. Nada. Entonces, partió a Caracas donde – unos meses después – lo sorprendería la llegada de un cheque de $9,50 de la clínica pues los estadounidenses habían cobrado esa cantidad de más.

Nadia Karam de Khaouli retratada por Adrián Diaz

Nadia Karam de Khaouli retratada por Adrián Diaz

Una vez llegados los sesenta, los Khaouli decidieron mandar a sus hijos a un internado en el Líbano, donde la hermana de Nadia era monja. El miedo había sido una de las causas: mucha gente solía confundirlos con inmigrantes italianos y tras la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez “secuestraron muchos niños y mataron muchos italianos. Los italianos pagaron mucho.” La crónica periodística de 1959 “Adiós Venezuela” de Gabriel García Márquez corrobora sus anécdotas: describe una parte de inmigrantes italianos “atemorizada por los ataques de que han sido víctimas y por las amenazas contra sus propiedades y su persona”, un “sentimiento que en los últimos días se ha manifestado contra los inmigrantes”, una amenaza de muerte contra los 1.700 italianos que hacían vida en Punto Fijo y una Embajada de Italia que “no ha podido atender las numerosas solicitudes de protección que los inmigrantes han hecho en los últimos días. Está cundiendo el pánico.” 

Pero la distancia de sus hijos empezó a hacerse desgarradora: Suleiman y Nadia peleaban cada navidad sin sus hijos y la relación matrimonial se hacia tensa por el estrés y la melancolía. Así, se decidieron por traerlos de vuelta a Caracas: pero la relación entre Josefina y Antonieta, las hijas mayores que se acercaban a la adolescencia, se hizo tensa con su madre. Nadia no hesitó: habló con una psicóloga y buscó crear confianza con ellos, intimidad. Quería dejarlas ser ellas, suavizar la disciplina del internado católico. “Allá hay otro orden”, me dice Suleiman. “en la casa [es] otra cosa.” Entonces, me canta en árabe una canción de Sabah, la cantante clásica apodada “la emperatriz de la canción libanesa”: “Mi casa, mi casita. La que tapa mis fallitas. En esta casa yo nací, en esta casa me crié. En esta casa voy a criar mis hijos que vienen.”

En 1962, tras casi una década vendiendo frutas, Suleiman abrió una zapatería junto a su hermano Sayed. La idea había nacido de una sugerencia de Emil, su amigo, quien había establecido una propia. Así, alquilando un local, la zapatería Comercial Khaouli nació en la calle Argentina donde trabajó con calzados y material de zapatos. Al mismo tiempo la familia se mudaba a El Paraíso, a una quinta alquilada a la familia libanesa Dao, mientras las hijas Khaouli acudían a clase como oyentes en el San José de Tarbes pues habían olvidado el español y se comunicaban en francés. La madre Lourdes del colegio insistía en que inscribiesen a sus hijas, preguntándole a Nadia en el mercado “¿Dónde está mi Jesús?” pues una de sus hijas había actuado de Cristo en una obra del colegio, pero debido al poco español de estas quería hacerlas repetir un año escolar. Nadia se negaba rotundamente. Así, las hijas presentaron una prueba en el colegio público Francisco Pimentel – donde trabaja su tutora – para poder registrarlas en el Ministerio de Educación. Las dos mayores quedaron en sexto grado y la siguiente en el grado menor, siendo inscritas en el Colegio Teresiano de El Paraíso. Sayed, el varón, fue inscrito en el colegio Francisco Pimentel y posteriormente en el colegio La Salle Tienda Honda. En la casa de El Paraíso, cercana a los colegios de sus hijos y de cuya ventana podían ver a Sayed jugar beisbol, vivieron años felices.

 “Espérate Suleiman, los dos estamos equivocados”, le dice Nadia a Suleiman tratando de recordar sus mudanzas. “¿por qué, mama?”, le responde él. Llegan a un acuerdo: después de El Paraíso, la familia se mudó a Vista Alegre donde construyeron su quinta propia que después vendieron a las monjas vecinas y mudaron a su apartamento actual cercano a la Avenida Casanova. En aquellos años, sus hijas mayores contrajeron matrimonio – “fueron a pasear al Líbano y se quedaron allá”, aunque una si volvió con su esposo – y los otros se convirtieron en profesionales universitarios gracias al trabajo de su padre en la zapatería y a las oportunidades que ofrecía su nueva patria. “Tengo abogados, administradores”, me dice con orgullo. De sus hijos – Josefina (n. 1954), Mariette (n. 1955), Antonieta (n. 1957), Sayed (n. 1960), Nadyita (n. 1962) y Julia (n. 1968) – tienen diecinueve nietos y nueve bisnietos en Venezuela y en otros países.

Por más de treinta años, Comercial Khaouli fue el lugar de trabajo de Suleiman hasta el fallecimiento de su hijo varón, Sayed. “Cuando falleció mi hijo, se dañó mi vida”, dice con un compostura admirable, “dejé de trabajar, porque no aguanté la presión, no lo aguanté de ninguna manera y no pude recuperarme nunca, hasta hoy no he podido demasiado. Un golpe demasiado duro.” Ambos recuerdan a su hijo, administrador comercial y concejal estudiantil de la UCAB, como “inteligente, trabajador, tremendo hombre.” Se sienten agradecidos de tenerlo aún en la forma de sus nietos, Salomón (Suleiman en español) y María Corina; pequeñas formas de él.

“Más nunca regreso al Líbano”, me dice Suleiman, “si me muero, entiérrenme al lado de mi hijo porque yo quiero a Venezuela.” La visita me desbarata un poco el corazón. A Emil y Marie, aquellos dos cercanos amigos hoy fallecidos, tuve la suerte de conocerlos de una manera particularmente cercana: eran mis abuelos maternos, ni más ni menos. La crónica vuelve a colorear sus pasados: Tío Suleiman y tía Nadia son como retazos de ellos, puertas a la memoria familiar; para mí, unos verdaderos abuelos honorarios.