Leila Antar de Jeitani: Moda y Amor

Leila Antar de Geitani.

Leila Antar de Geitani.

“Nunca se me vino a la mente emigrar”, dice Leila Antar de Jeitani (n. 1942) sobre su llegada a Venezuela en septiembre de 1968 – en avión, pues atrás habían quedado los años de los buques migratorios. Se adelantaba a su esposo – Wahib Jeitani (n. 1943 – f. 2016) – por cuatro meses, puesto que sus hermanos mayores se habían establecido en Caracas desde hacía más de una década. Él quería dejar el Líbano. Ella no. Así, acordaron que ella iría primero para tantear esa Venezuela que celebraba una década en democracia y donde poco soplaban los aires franceses, checos y mexicanos de aquel año. Para ver si le gustaba.

¿Irme a probar, ante la posibilidad de perder mi trabajo?, le reclamó a su esposo. Entonces, Wahib se vio forzado a recurrir a las influencias de aquellos grandes poderes que son los políticos semi-feudales del Líbano: acudió al Ministerio de Comunicación, que presidía Suleiman Frangieh (futuro presidente del Líbano), y se dirigió a la oficina del hijo del ministro, Tony Frangieh – hombre fuerte de Zgharta, el pueblo de la pareja, que sería asesinado en la infame masacre de Ehden una década después. Así, Tony le aseguró que si Leila decidía volver de Venezuela – en caso de sumo desagrado – su trabajo como maestra en un colegio estatal estaría asegurado.

Pero Leila, recibida por su hermana Marie y su esposo Emil (que habían emigrado en 1955), no le gustó Caracas: para nada de hecho, pues todo era muy diferente. Pero – quizás por un carácter terco o aquella resiliencia melancólica del libanés – se dijo a si misma: “ahora para regresar es difícil” y le estiró la mano a Wahib para que llegase en enero de 1969. Él, en cambio – aunque estuviese amando u odiando al país nuevo, aunque tuviese una personalidad eufórica y a veces gritona – no se expresó al respecto.

Leila y Wahib se habían conocido en Zgharta, su pueblo, muchos años antes. “Éramos amigos, no teníamos nada”, me dice sobre Wahib, que era el profesor particular de su hermano José, “De verdad, verdad, nunca pensé que iba a ser su novia o casarme con él.” Pero la vida da vueltas extrañas y un día, Wahib – en un tiempo y espacio donde no se acostumbraba el noviazgo – se le aproximó y le planteó la idea de casarse. Ella, en cambio, le dijo que necesitaba pensarlo. El 19 de noviembre de 1966 contrajeron nupcias.

Wahib y Leila eran maestros en colegios estatales – ella en el de niñas y él en el de varones – en el distrito de Kebba (pronunciado Ebbe), donde se habían asentado sus padres, en la ciudad mayoritariamente sunita de Trípoli – floreciente y bulliciosa, como demuestran las ruinas de la abortada feria mundial que diseñó Oscar Niemeyer y que la guerra acabó antes de su apertura. Leila, que enseñaba francés y árabe a alumnas de diferentes religiones, recuerda con una sonrisa como las estudiantes musulmanas se acercaban a ella durante clases con preguntas arbitrarias (en un Líbano que aún no había sido despedazado por las guerras religiosas y donde la occidentalización laica de los centros urbanos hacía difícil la diferenciación religiosa) con la intención de echar un vistazo a la cruz en su cuello y después comentar con sus amigas – con inocente curiosidad y asombro infantil – que la profesora Leila era católica. 

No era su primer trabajo como maestra. Previamente había enseñado en un colegio – igualmente público y de niñas – de mayor tamaño, “[una experiencia] muy buena, gente agradable, un colegio grande”, en Abi Samra, otro distrito de Trípoli, y antes en un colegio público mixto en el pueblo de Alma, cercano a Zgharta. De hecho, la vida de Leila parecía definida por el movimiento.

La menor de nueve hermanos, Leila era hija de Hanna y Zaide Antar, una pareja de Zgharta que – tras la emigración de la mayoría de sus hijos a Caracas – habían dejado el pueblo natal, donde Zaide era panadera y Leila asistía a un colegio de monjas, para establecerse en el pueblo cercano de Sereel. Allí, visitando Ehden (el pueblo vacacional de Zgharta) cada verano, Hanna se desenvolvió como carpintero. De todos modos, Leila solo vivió en Sereel por un año pues fue enviada a un internado de monjas francesas en Baabdat, un pueblo en los montes cercanos a Beirut.

Pero el movimiento no se detenía: del internado en Baabdat, se transfirió a un internado de monjas libanesas en la ciudad costera de Batroun, y de allí terminó su último año de bachillerato en un colegio de Trípoli. Era la primera de sus hermanos en graduarse de bachillerato. La mudanza a Trípoli se debía a que Hanna y Zaide se habían establecido en el distrito de Kebba, ahora económicamente aligerados por las remesas que llegaban de sus hijos en Venezuela. Con título de bachiller en mano, se dirigió a Beirut y presentó las pruebas de docencia, iniciando su carrera.

Leila (tercera persona a la izquierda) y Wahib (primero a la derecha) con varios de sus sobrinas, cuñados y hermanos de Leila en Caracas en la década de 1960.

Leila (tercera persona a la izquierda) y Wahib (primero a la derecha) con varios de sus sobrinas, cuñados y hermanos de Leila en Caracas en la década de 1960.

La docencia quedó en el Líbano. Leila ahora lidiaba con la dificultad de adaptarse a ese bagaje de novedad que implicaba el país y su lengua y su clima y su todo. Pero, tras dos años de arrebatos de infelicidad, se sintió finalmente augusta con Venezuela. Ahora, cuando se ha replegado la prosperidad de pozos de petróleo y represas alzándose en la jungla que atrajo a su esposo varias décadas atrás, dice sin titubeo y sin meditarlo que “adoro a Venezuela. Yo no quiero vivir en otro país.”

En aquellos primeros años de satisfacción, Wahib fue contratado por una fábrica de ropa para comerciar las prendas producidas a las tiendas de ropa de Caracas. Leila, por su parte, vendía las prendas directamente a compradores que venían a su casa. Pero el movimiento seguía tras de ella: pronto se asentaron en la ciudad guayanesa de Puerto Ordaz para manejar una pollera fundada por amigos de Wahib que habían emigrado previamente a Venezuela. Pero el negocio no fue fructífero y tras ocho meses, los dueños de la pollera decidieron cerrarla y los Jeitani regresaron a Caracas.

Allí, Wahib fue contratado por Vicente Luppo – un italiano dueño de una fábrica de prendas – y este lo llevó a Italia consigo a conocer las fábricas y distribuidores. Entonces, Wahib le solicitó un préstamo al Banco del Caribe y compró mercancías italianas para vender. Exitoso, decidió regresar a Italia – esta vez de manera independiente – y compró mercancía para fundar una oficina de venta al mayor: primero para mujeres y posteriormente trajes para hombres. Leila, por su parte, vendía prendas a clientes desde su casa: ahora viviendo en una quinta propia en la urbanización de Santa Mónica.

El primer local que los Jeitani fundaron fue una tienda de nombre Alfa en la Avenida 4 de Mayo en la ciudad isleña de Porlamar, pues la isla de Margarita servía de abrevadero para caraqueños vacacionales que compraban queso holandés y Kodaks como para turistas alemanes y canadienses y cruceros turísticos del Caribe que llegaban a sus puertos. Pero sin saberlo, ya existía otra tienda con el nombre Alfa: vino una demanda y la Alfa de los Jeitani se convirtió en Polino. Aun así, estar en Caracas les dificultaba atender la tienda y Polino cerró sus puertas.

Reemplazándola, a finales de los setenta, Wahib fundó una tienda en el Centro Comercial Chacaíto que bautizó André Laurent, en honor al hijo de uno de los dueños de las fábricas a las cuales compraba en Italia (que a su vez producía para el icónico Yves Saint Laurent). De igual forma, tomando el nombre de una camisería en Italia, bautizaron su quinta como Rudy. Así, viajando entre Caracas y Roma, Wahib trajo por varias décadas múltiples marcas italianas para vender tales como Messori o Belmar.

Wahib tardó cinco años en visitar el Líbano tras su partida. Leila, por su parte, tardó nueve. En abril de 1975, cuando veía el canal dos, escuchó que una milicia cristiana libanesa había tiroteado un autobús lleno de palestinos en Beirut: “esto no va a demorar mucho,” se dijo, “esto va a pasar en unos días.” La guerra duró quince años. Así, a finales de los setenta y con el motivo de asistir a un matrimonio, llegó a Beirut y tomó directo un helicóptero con destino a su pueblo. Para finales de los ochenta, Leila se veía forzada a entrar desde Siria al visitar su país. En 1997, con la guerra terminada, pudo finalmente observar a Beirut destrozada.

En Caracas sucedían otros terremotos humanos: con el valor del Bolívar desplomado por el Viernes Negro, el gobierno venezolano decidió limitar las importaciones; así, los caraqueños se vieron forzados a usar pinos caribeños para sus arboles de Navidad en reemplazado a los pinos canadienses que se importaban todos los diciembres. Por su parte, imposibilitados de importar la mercancía de Italia, los Jeitani abrieron una fábrica – de la cual los Messori de Italia era dueños de una parte debido a su asesoría – en la Avenida Francisco Solano. Así, desde mediados de los ochenta, los Jeitani produjeron la ropa que vendían en André Laurent. Pero, llegado el Gran Viraje de Carlos Andrés Pérez y reabiertas las importaciones, la fábrica cerró sus puertas en 1992.

André Laurent continuó en Chacaíto hasta el fallecimiento de Wahib en 2016. Leila, por su parte, aún vive en Santa Mónica entre libros – pues es una ávida lectora – y portarretratos con su esposo. La vida allí ha sido testigo que lo que empezó como una propuesta matrimonial entre maestros, abrió las puertas de un amor de vida: de dos compañeros, de dos almas que se dieron los hombros el uno al otro para apoyar sus cabezas. En cruzar el Atlántico, en hacer vida en ese trópico desconocido, Wahib y Leila fueron el apoyo del uno al otro: un amor convergente, quizás, o fuerte como un pilar de roca. ¿Y como no saberlo, si Wahib y Leila son mi padrino y mi madrina? ¿Si mi tía Leila fue la más fiel compañera de su hermana, mi abuela? Por eso, y quizás con cursilería poética, puedo decir sin duda alguna que esta es más que crónica de comercio, de emigración, o de movimiento. Esta, es una crónica de amor. 

Amira Antar: La novia joven

Amira Antar en su casa (foto de Adrian Díaz @dididaze)

Amira Antar en su casa (foto de Adrian Díaz @dididaze)

“Cuando salí de la puerta de mi casa a los quince años”, dice Amira Antar (n. 1949), “le dije a la Virgen de Zgharta: acompáñame y tu vas a ser mi madre donde sea.” Apenas una adolescente, dejaba tierra y familia por igual para contraer nupcias con su primo Sayed Antar, emigrado cuatro años antes a Caracas y cinco años mayor que ella, que “conocía, pero no éramos íntimos.”

A pesar de ser la primera persona en su familia en poder asistir al colegio, la educación de Amira se vio bruscamente interrumpida: “te sacan de 15 [años] del colegio y te casan”, recuerda ella, “eso fue para mí, muy, muy fuerte.” Era abril de 1965 y Amira tomaba un avión de Air France con rumbo a Caracas, dejando atrás su pueblo Zgharta y a sus padres Charlotte Dahdah, una ama de casa, y Greije Antar, un transportista, que definieron una infancia “feliz y bonita” marcada por paseos con sus abuelos a la ciudad de Trípoli, porque “siempre me ha gustado la ciudad, el adelanto.”

Caracas fue un choque: “era una cosa calurosa, pero la autopista me impresionó”, recuerda de su llegada, cuando el español – que no hablaba pero que aprendió en un mes – le pareció similar al armenio. “Venezuela era asombro”, dice, “no tenía idea de nada.”

 Así, fue recibida por sus primos Marie, Laure y Pablo en su casa en Santa Mónica, zona que por sus quintas y calles tranquilas la hizo sentir más amena. “Marie y su esposo eran el apoyo mío, mi espalda, los que me cuidaban”, dice antes de recordar la cercanía que había desarrollado con sus hijos cuando estos estuvieron en un internado en el Líbano. Menos de un mes después, el primero de mayo, se puso un vestido blanco y dijo: acepto.

Sayed, con quien se mudaba a un apartamento en Catia, era comerciante y surtía materiales de zapatos. Ahora abría una pollera en los espacios donde una década después se alzaría la Torre Previsora. Aquellos primeros años eran emocionalmente duros, marcados por lágrimas y añoranza familiar. “Todo era muy diferente”, dice ella, “Yo tenía una rebeldía cuando nos casamos porque yo no quería poner de mi parte. Me decían ‘buenas noches’ y yo decía ‘buenos días.’” Aun así, “si no me gustaba algo, lloraba de un lado y al día siguiente me ponía a bailar.”

En Catia, Amira quedó embarazada de su primera hija: Elsa – que nacería tres días después del devastador terremoto de 1967, el cual vivió mientras su empleada doméstica gritaba y ella veía por televisión a Mariela Pérez Branger ser nombrada primera finalista en el Miss Universo. Estrechando lazos con sus vecinos, que eran de muchos países “porque yo quería conocer mundo” y Caracas le propiciaba esa multiculturalidad a través de sus múltiples comunidades de inmigrantes, probó su primera hallaca. Le repugnó, por “sus sabores tropicales. Aceitunas, dulce, salado, pimentón, alcaparra.” Pero los años pasaron y la hallaca fue de su agrado, aprendiendo a cocinarlas – ya con 23 años – gracias a unos vecinos venezolanos. Desde entonces, le enseñó a sus sobrinas y primas como hacerlas: tradición navideña que perdura en sus familias hasta hoy.

Amira, al extremo izquierdo, con su concuñada, dos de sus sobrinas, una amiga y una de sus cuñadas en Caracas en la década de los 60.

Amira, al extremo izquierdo, con su concuñada, dos de sus sobrinas, una amiga y una de sus cuñadas en Caracas en la década de los 60.

Con aquellas amistades vecinales, como con las mamás de los amigos de sus hijos, pasaba sus tardes entre el canto y el baile: le gustaba particularmente la música de Camilo Sesto como los cantantes libaneses. Mientras tanto, Sayed había abierto negocios en Sabana Grande y empezaba a trabajar en el ramo de licitaciones y ventas petroleras con el gobierno – área en la que se desarrolló y mantuvo desde el primer gobierno de Rafael Caldera. Terminando la década de las guerrillas y las minifaldas, la familia se asentó en un nuevo apartamento en Colinas de Bello Monte.

En su nuevo edificio, en las colinas del sudeste, la vida se hizo frenética: su prima y su esposo, recién inmigrados, se asentaron con ellos por un año, los niños se multiplicaban y Sayed era asiduo a invitar a sus amigos que comían y pasaban la noche en el apartamento. “No me alcanzaba el día: yo lavaba, fregaba, mis hijos”, recuerda, “Yo estaba siempre en movimiento con la familia.” Aunque se sintiese “atosigada, en la juventud siempre tenía planes para organizar, planes para hacer en la noche: tomaba mi baño y escuchaba radio, música, veía cosas, me gustaba la vida. Me gusta el adelanto, me gusta la moda, me gustan las canciones, me gustan los artistas.”, dice riendo, “Entonces no veía esto como una tragedia.”

Pero la añoranza familiar jamás se había ido por completo: “cada vez que daba a luz lloraba mucho porque me faltaba mi familia, pero como estaban mis primos me sentía acobijada.” Así, en 1977 y tras doce años sin ver a su familia, regresó al Líbano por primera vez; un país ahora despedazado por un conflicto civil y varias invasiones extranjeras. Entonces, Amira redescubrió su natal Zgharta, serena en medio de la tormenta de fuego. “Te toca conocer a tu familia de nuevo”, dice, pues sus hermanos infantes ahora eran hombres y sus otras hermanas tenían hijos: “Tenía que conocer a mis padres de nuevo.” Recuerda el dolor de despedirlos para regresar a Venezuela: “lloré demasiado, porque la primera vez no lloré porque no entendía. Yo pensaba que iba a verlos de nuevo”, dice comparándolo con el día que emigró, “Quedé dos días llorando.” Desde entonces, jamás ha dejado de visitar al Líbano y a sus familiares: recuerda, agudamente, un vuelo a Beirut en los noventa, ya finalizada la guerra y reabierto el aeropuerto, porque era “primera vez que volvía el avión normal a Beirut y al pisar la tierra, la gente [en el avión] lloraba.”

            Más de cincuenta años después de haber llegado a Maiquetía, Amira – madre de Elsa (n. 1967), Pedro (n. 1969), Jean Paul (n. 1973), Gerald (n. 1979) y Jessica (n. 1982) y abuela de cinco – no renuncia a su joie de vivre: “hasta el día de hoy tengo planes nuevos”, algo que para ella es una parte fundamental de hacerse una persona más integra. Así, Amira considera que “lo mas importante en Latinoamérica es la educación: porque una persona educada puede sobrevivir a todo. Cuando uno es positivo, educado, con cultura, puede sobrevivir.” Sintiéndose venezolana “al 100%” pero llevando la “bandera libanesa dentro de mí”, Amira da su final defensa: “esta crisis no me va machacar y hacerme escapar, hacerme retirar de la escena”, dice con desafío, “hasta mi muerte será.”

Suleiman y Nadia Khaouli: Nuestro amor es periódico de hoy

Suleiman Khaouli retratado por Adrián Diaz.

Suleiman Khaouli retratado por Adrián Diaz.

Primero, Suleiman Khaouli (n. 1928) pensó en emigrar a Arabia Saudita. Luego, Australia se hizo deseada tierra prometida. Pero una vez llegada la hora, en 1954, se decidió por Venezuela. Así, su cuñado Assad – que después dejaría Venezuela por Abiyán, en la Costa de Marfil colonial – logró procesarle una visa y Suleiman partió a Caracas seis meses antes que Nadia Karam (n. 1934), su esposa con quien recientemente había contraído nupcias, “para ver si podemos vivir aquí, trabajar aquí, hacer aquí. Porque, tú sabes, es muy grave el idioma para los extranjeros.”

Nadia y Suleiman se sientan uno al lado del otro en su casa beige en Caracas. Al narrar sus vidas, se interrumpen y se corrigen entre sí, rayando en lo gracioso cuando discuten por contar lo sucedido. En su sala, me muestran con orgullo un retrato de Youssef Bek Karam – “el Libertador del Líbano”, en palabras de Nadia – junto a una imagen de Saydet Zgharta (Nuestra Señora de Zgharta) y fotos de su hijo, su nuera y sus nietos. También me cuentan que la primera iglesia maronita del mundo está en Ehden.

 Los esposos se conocieron por vecinos en su pueblo natal, donde Suleiman era albañil y trabaja junto a su padre (Tannous Khaouli, esposo de Anise de Khaouli) y sus obreros pues “no me gustaba estudiar.” Nadia recalca, entre risas, “a mi menos.” Por su padre Rashid Karam, que contrajo nupcias con Faride de Karam, Nadia es familia distante de aquel libertador libanés. Su abuelo – que era políglota, pues la bisabuela de Nadia era maestra – fue uno de los primeros zghartewis en ir Roma, en el siglo diecinueve, junto a Youssef Bek, quien buscaba apoyo contra los otomanos. Su padre, a quien su familia terrateniente había mandado en caballo a estudiar en La Salle de la ciudad costera de Jounieh, había sido “el mejor sastre de Zgharta” al cual acudían los políticos del distrito para hacer sus trajes.

Pero el pasado había quedado atrás, separado por el océano. En la Caracas de los cincuenta, un recién llegado Suleiman comenzó a trabajar en el Mercado de Quinta Crespo donde vendía manzanas, peras, ciruelas y otras frutas: algunas locales y otras importadas. En aquellos primeros años en tierras venezolanas, Suleiman y Nadia vivieron en un edificio donde colindaban la Avenida Sucre con la Calle El Caribe. Allí, dividieron el apartamento en dos mitades: una para ellos y otra para sus mejores amigos recién llegados, Emil y Marie Mawad. Cada apartamento con su propio baño, cocina y cuarto: menos nevera, la cual compartían. “Vivimos bello, bello, bello”, me dice Nadia sobre sus años junto a los Mawad, “Estábamos muy pegados. Entonces llevábamos la vida juntos, siempre juntos”, llegando incluso a criar ambas camadas de hijos juntas: doce niños al sumar los seis Khaouli y los seis Mawad. “Buscábamos lo mismo”, me dice Nadia sobre el exacto paralelismo en la vida de ambas parejas, “Primero hembra, luego varón, luego hembra.” Para comercializar los frutos, algunos criollos – plátano, aguacate, naranja, mandarina – que compraba de los camiones que llegaban del interior y otros importados que adquiría de las neveras cercanas al mercado, Suleiman se levantaba cada día a las tres de la mañana para tomar un autobús y estar a las cinco en el Mercado de Quinta Crespo. Debido al trayecto matutino, la pareja decidió mudarse al Edificio Tricolor frente al Mercado de Catia. Allí nacería su único hijo varón y el cuarto de seis.

Fue el frío de las neveras del mercado lo que le provocaría a Suleiman fuertes dolores estomacales que las pastillas dadas por los doctores del Centro Médico de Caracas y sus excesivas prohibiciones alimenticias no lograban resolver. Así, acompañado por Azis Antor – suegro de uno de sus amigos de Zgharta en Venezuela – partió en 1959 a Boston con la intención de conseguir una cura para su estómago. Primero, llegó a Filadelfia y luego partió a Springfield – en Massachusetts – donde vivían los tíos de Nadia. En su mes en Estados Unidos, familiarizó al empleado del café de la clínica con su típica orden diaria “please, sandwich with chicken and water” y tuvo la oportunidad de ver al presidente Eisenhower en una ocasión cuando este acudió a la clínica bostoniana. Finalmente, el doctor cabecilla – un hijo de franceses – diagnosticó al estrés y al frío de las neveras como los causantes de los males: “el trabajo suyo debe ser más suave”, le dijo y pronto los dolores cesaron. Así, Suleiman puso su estómago a prueba con whiskey, picante y todo tipo de posibles causantes de reacciones. Nada. Entonces, partió a Caracas donde – unos meses después – lo sorprendería la llegada de un cheque de $9,50 de la clínica pues los estadounidenses habían cobrado esa cantidad de más.

Nadia Karam de Khaouli retratada por Adrián Diaz

Nadia Karam de Khaouli retratada por Adrián Diaz

Una vez llegados los sesenta, los Khaouli decidieron mandar a sus hijos a un internado en el Líbano, donde la hermana de Nadia era monja. El miedo había sido una de las causas: mucha gente solía confundirlos con inmigrantes italianos y tras la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez “secuestraron muchos niños y mataron muchos italianos. Los italianos pagaron mucho.” La crónica periodística de 1959 “Adiós Venezuela” de Gabriel García Márquez corrobora sus anécdotas: describe una parte de inmigrantes italianos “atemorizada por los ataques de que han sido víctimas y por las amenazas contra sus propiedades y su persona”, un “sentimiento que en los últimos días se ha manifestado contra los inmigrantes”, una amenaza de muerte contra los 1.700 italianos que hacían vida en Punto Fijo y una Embajada de Italia que “no ha podido atender las numerosas solicitudes de protección que los inmigrantes han hecho en los últimos días. Está cundiendo el pánico.” 

Pero la distancia de sus hijos empezó a hacerse desgarradora: Suleiman y Nadia peleaban cada navidad sin sus hijos y la relación matrimonial se hacia tensa por el estrés y la melancolía. Así, se decidieron por traerlos de vuelta a Caracas: pero la relación entre Josefina y Antonieta, las hijas mayores que se acercaban a la adolescencia, se hizo tensa con su madre. Nadia no hesitó: habló con una psicóloga y buscó crear confianza con ellos, intimidad. Quería dejarlas ser ellas, suavizar la disciplina del internado católico. “Allá hay otro orden”, me dice Suleiman. “en la casa [es] otra cosa.” Entonces, me canta en árabe una canción de Sabah, la cantante clásica apodada “la emperatriz de la canción libanesa”: “Mi casa, mi casita. La que tapa mis fallitas. En esta casa yo nací, en esta casa me crié. En esta casa voy a criar mis hijos que vienen.”

En 1962, tras casi una década vendiendo frutas, Suleiman abrió una zapatería junto a su hermano Sayed. La idea había nacido de una sugerencia de Emil, su amigo, quien había establecido una propia. Así, alquilando un local, la zapatería Comercial Khaouli nació en la calle Argentina donde trabajó con calzados y material de zapatos. Al mismo tiempo la familia se mudaba a El Paraíso, a una quinta alquilada a la familia libanesa Dao, mientras las hijas Khaouli acudían a clase como oyentes en el San José de Tarbes pues habían olvidado el español y se comunicaban en francés. La madre Lourdes del colegio insistía en que inscribiesen a sus hijas, preguntándole a Nadia en el mercado “¿Dónde está mi Jesús?” pues una de sus hijas había actuado de Cristo en una obra del colegio, pero debido al poco español de estas quería hacerlas repetir un año escolar. Nadia se negaba rotundamente. Así, las hijas presentaron una prueba en el colegio público Francisco Pimentel – donde trabaja su tutora – para poder registrarlas en el Ministerio de Educación. Las dos mayores quedaron en sexto grado y la siguiente en el grado menor, siendo inscritas en el Colegio Teresiano de El Paraíso. Sayed, el varón, fue inscrito en el colegio Francisco Pimentel y posteriormente en el colegio La Salle Tienda Honda. En la casa de El Paraíso, cercana a los colegios de sus hijos y de cuya ventana podían ver a Sayed jugar beisbol, vivieron años felices.

 “Espérate Suleiman, los dos estamos equivocados”, le dice Nadia a Suleiman tratando de recordar sus mudanzas. “¿por qué, mama?”, le responde él. Llegan a un acuerdo: después de El Paraíso, la familia se mudó a Vista Alegre donde construyeron su quinta propia que después vendieron a las monjas vecinas y mudaron a su apartamento actual cercano a la Avenida Casanova. En aquellos años, sus hijas mayores contrajeron matrimonio – “fueron a pasear al Líbano y se quedaron allá”, aunque una si volvió con su esposo – y los otros se convirtieron en profesionales universitarios gracias al trabajo de su padre en la zapatería y a las oportunidades que ofrecía su nueva patria. “Tengo abogados, administradores”, me dice con orgullo. De sus hijos – Josefina (n. 1954), Mariette (n. 1955), Antonieta (n. 1957), Sayed (n. 1960), Nadyita (n. 1962) y Julia (n. 1968) – tienen diecinueve nietos y nueve bisnietos en Venezuela y en otros países.

Por más de treinta años, Comercial Khaouli fue el lugar de trabajo de Suleiman hasta el fallecimiento de su hijo varón, Sayed. “Cuando falleció mi hijo, se dañó mi vida”, dice con un compostura admirable, “dejé de trabajar, porque no aguanté la presión, no lo aguanté de ninguna manera y no pude recuperarme nunca, hasta hoy no he podido demasiado. Un golpe demasiado duro.” Ambos recuerdan a su hijo, administrador comercial y concejal estudiantil de la UCAB, como “inteligente, trabajador, tremendo hombre.” Se sienten agradecidos de tenerlo aún en la forma de sus nietos, Salomón (Suleiman en español) y María Corina; pequeñas formas de él.

“Más nunca regreso al Líbano”, me dice Suleiman, “si me muero, entiérrenme al lado de mi hijo porque yo quiero a Venezuela.” La visita me desbarata un poco el corazón. A Emil y Marie, aquellos dos cercanos amigos hoy fallecidos, tuve la suerte de conocerlos de una manera particularmente cercana: eran mis abuelos maternos, ni más ni menos. La crónica vuelve a colorear sus pasados: Tío Suleiman y tía Nadia son como retazos de ellos, puertas a la memoria familiar; para mí, unos verdaderos abuelos honorarios.

Alicia Saade de Dahdah: Asuntos presidenciales

Alicia Saade de Dahdah retratada por Adrián Díaz

Alicia Saade de Dahdah retratada por Adrián Díaz

“Santo Domingo es un país que tú llegas y lo quieres”, dice sonriente Alicia Saade de Dahdah (n. 1931), refiriéndose a la bulliciosa ciudad caribeña de muros de trinitarias y casonas de tejas que la acogió – hija única, junto a su madre viuda y su abuela – en los albores de su infancia tras dejar su pueblo, Zgharta, y sus olivos en el distante Líbano. Las Saade seguían el paso transatlántico de Denise, hermana de la madre de Alicia, y su esposo Antonio Fanianos; quienes, buscando mejores oportunidades a las ofrecidas por la patria local bajo yugo francés, se habían establecido en la tórrida República Dominicana – bajo el garrote patriarcal del dictador Rafael Leónidas Trujillo – y fundado una pensión en la capital isleña.

Por siete años, Alicia hizo vida en las calles coloridas de Santo Domingo y su mofongo y mangú – incluso, hasta la actualidad, mantuvo a sus amigas de infancia. Pero el prospero crepitar de las cigüeñas metálicas de la civilización del oro negro llamaban con canto de sirena, y partieron los Fanianos y las Saade – no por el ciclón Zenón, como muchos otros dominicanos-libaneses – a Venezuela, nación que delimitaba el turquesa Caribe que les había dado la bienvenida en América. En Llaguno a Bolero, cercano al palacio presidencial de Miraflores y sus chaguaramos, establecieron otra pensión donde un centenar de familias libanesas (tales como los Sayegh, cuya descendencia se mezclaría con la descendencia de Alicia) recibieron refugio en su llegada al país nuevo. “Habían muchísimos paisanos”, dice y recuerda las familias Karam, Entakli y Antar. “Eran libaneses, no se dice árabes ni turcos”, recalca en reminiscencia del fenicianismo de los cincuenta, muy en boga entre los cristianos del Líbano pos-independentista, “Todos eran muy trabajadores.”

Adolescente, y recién llegada a Venezuela, Alicia cursó mecanografía, taquigrafía y comercio en el patronato del colegio San José de Tarbes – con sus monjas y crucifijos de pared – donde desarrolló una cortés letra Palmer al escribir. “Todavía no le había agarrado la cuestión”, dice de su llegada a la ciudad, “pero para mi después de Caracas no hay.” Aquellos años, bajo la enseñanza de las monjas, le abrirían el camino al Palacio de Miraflores, donde trabajaría en la Secretaría Presidencial por ocho años.

El credencial de identidad de Alicia durante su trabajo en la Secretaria de la Presidencia de la República

El credencial de identidad de Alicia durante su trabajo en la Secretaria de la Presidencia de la República

La posición se debió al militar Jesús María Castro León – quien posteriormente se alzaría contra el dictador Marcos Pérez Jiménez y contra el demócrata Rómulo Betancourt, falleciendo en prisión por su intentona golpista – quien había entablado una estrecha amistad con Antonio y todo el clan familiar. “‘Oye mijo’, le decía yo”, dice Alicia, “‘yo quisiera que me consiguieras un trabajo en un consulado en América.’ Pero él me decía ‘chica, tú estás loca. Como Venezuela no hay.” Así, la asignó para ser una de las múltiples secretarias del palacio presidencial – cruzando la calle todos los días antes de presentarse en los grandísimos muros del siglo diecinueve. Allí, bajo el mandato del dictador Marcos Pérez Jiménez y sus condecoraciones sobre traje blanco, marchó en nacionalistas procesiones tales como la Semana de la Patria. “Era sumamente bueno con sus empleados”, dice del ex-presidente, “en Noche Buena repartía regalos entre nosotros.” Alicia recuerda haber conocido al presidente provisional Carlos Delgado Chalbaud, “alto y bello”, antes de su asesinato – velado en misterio – en una bucólica calle del Country Club.

 Presentados por Evelyn Dahdah, otra expatriada, Alicia conoció al inmigrante libanés – también oriundo de la norteña Zgharta – Antoine Dahdah (n. 1927, f. 2012) en una fiesta de la comunidad “y ahí empezó la guachafita. Hombres como él son difíciles de conseguir: como padre, como hijo, como hermano”, pues de su trabajo en el trópico enviaba remesas a su familia en aquel Líbano sumido en la pobreza. Así, Alicia y Antoine contrajeron nupcias en 1959 – caída la dictadura ante el estruendo de multitudes y aviones militares y culminado el trabajo de ella en el Palacio de Miraflores. Alicia, sonriente y recordando con algodonoso cariño, describe a su esposo como “encantador”, “coqueto” y “guapo.” Además, Antoine “era la adoración” de su madre, quien visitó Venezuela – años después – con la intención de llevarse a su hijo de vuelta al Medio Oriente, a lo que él le respondía ‘tauli belik’ (“ten paciencia”, en árabe).

Antoine dahdah

Antoine dahdah

Antoine había desembarcado en Venezuela y su costa de cocoteros en 1953, en el amanecer del gobierno de Pérez Jiménez y su proyecto inmigratorio a gran escala, “sin un dólar, sin hablar el idioma y sin familia”, estableciéndose en el pueblo de llanos amarillentos y sol ácido de Calabozo, en pleno heartland venezolano, donde hacía vida una comunidad de libaneses. “En una tagüarita” estableció un comercio, vendiendo ropa y posteriormente recorriendo el país y sus montañas, llanos y selvas – fuese Zulia, Barinas, Cojedes, Carabobo o Aragua – para comercializar sus productos; primero “en un camión, luego en camioneta, luego pickup y luego carro.” Por las estruendosas brisas que golpeaban contra su ventana izquierda – siempre abierta debido a su afición al cigarro – Antoine perdería parte de la audición de aquel oído.

Fue en sus transcursos por la ciudad de Puerto Cabello, con sus muelles repletos de contenedores metálicos y su fortaleza colonial entre casonas antiguas, que Antoine conoció a  Nazri David Dao (n. 1906 f. 1984) – llegado en 1926 como corresponsal del periódico libanés Zahie el Fatat y oriundo del poblado de Houmal, en los montes circundantes a Beirut y salpicados de aldeas maronitas. Dao, que había sido marchante y vendía cortes de tela a crédito, había fundado la agencia aduanera “N.D. Dao” en 1935 y ahora perseguía –  imperantemente, leyendo únicamente a Khalil Gibran y a pesar de la incredulidad de su esposa, Nayibe Saldivia – su sueño de ser banquero. “Él era sociable”, dice Alicia del hombre que por su buena relación con sus clientes llegó a apadrinar más de trescientos niños, “Pero no veía a todos lados.”

En noviembre de 1954, el Banco del Caribe – el sueño de Nazri, quien además dirigía la Cámara de Comercio de Puerto Cabello – abrió sus puertas en la ciudad portera carabobeña. La relación de los Dao con Antoine se hizo estrecha y dulcemente familiar, pues Antoine – joven y fluido en los dialectos provincianos del Levante – sirvió de puente de negocios con las nuevas comunidades libanesas y sirias que florecían en las ciudades y pueblos del país. Así, el joven inmigrante sirvió de fundador del Banco y posteriormente de accionista, siendo ascendido a Director de Comité (para la aprobación de créditos, “por supuesto a la paisanera”) y finalmente a Director de la Junta Directiva del banco – teniendo así reuniones corporativas cada jueves. “Era un banco dirigido a los paisanos”, dice Alicia en compañía de su hija Josefina, quien posteriormente sería abogada de aquel reino financiero, “Le decían el banco de los paisanos.”

Alicia dahdah en su juventud en caracas

Alicia dahdah en su juventud en caracas

Los viajes por carreteras rurales y rincones recónditos entre los nevados Andes y el marrón Orinoco continuaron a medida que Antoine, personalmente, se encargó de la apertura de nuevas sedes del banco – en especial en locaciones donde hubiesen comunidades libaneses, fuese Calabozo o Tucupita. Más de 140 sedes fueron establecidas por Nazri y Antoine por la vastedad venezolana – todas prestamistas de créditos. Incluso, al ser una suerte de cara pública del Banco del Caribe, Antoine llegó a ser recibido por más de cien libaneses tras su llegada a Puerto Ordaz para la fundación de una sede nueva. Fue así como, tras mudarse a Caracas para la apertura de lo que sería la nueva sede principal del banco, que la pareja Dahdah Saade tuvieron su primer encuentro.

Tío Antoine – en las seis décadas de trabajo con Banco del Caribe, posteriormente renombrado Bancaribe – jamás dejó de vestir su elegante traje oscuro y sus corbatas de color, asistiendo diariamente a su oficina hasta la semana previa a su partida. Su vida diaria jamás se trasladó del Centro de Caracas, a pesar de que la sede principal se mudó en sus últimos años a El Rosal con sus antisépticos rascacielos de granito y vidrio – a donde se negaba a ir, pues prefería tomar café en la concurrida y ecléctica zona de la ciudad donde trabajó desde su juventud. “El alcalde del Centro”, como dice su hija bromeando, se había vuelto parte de la fábrica social de la zona – a pesar de los regaños familiares, debido al incremento de la delincuencia en sus callejones y plazas –  siendo conocido, cual personaje del color local, por vigilantes, fruteros y comerciantes. Hoy, su hijo Johnny (n. 1963 y graduado de Administración) continúa los pasos de su padre a medida que Bancaribe se ha expandido a Curaçao, mientras que sus otros hijos – Jorge (n. 1960) y Josefina (n. 1961) – ejercen la pediatría y el derecho. De ellos, seis nietos enorgullecen a tía Alicia – que, oliendo a perfume y vistiendo una blusa floral, me sonríe desde el sofá color beige al cruzar sus piernas.

 

Mirey Saadeh de Sayegh: Vaivén transatlántico

Mirey Saadeh de Sayegh, retratada por Adrián Diaz

Mirey Saadeh de Sayegh, retratada por Adrián Diaz

¡Eisenhower nos proteja del comunismo! gritó el presidente Chamoun y los soldados rubios del US Navy desembarcaron en las playas mediterráneas de Beirut – playground del jet set –  como parte de una intervención americana: era 1958 y el Líbano sacudía su frágil columna vertebral en su primer conflicto bélico como nación independiente. Una bomba estalló, destruyéndose la iglesia de Zgharta donde estaba archivada la partida de nacimiento correcta de Mirey Saadeh de Sayegh (n. 1940). Y así, mediante una mala recreación legal, se plasmó 1938 como su año de nacimiento y Mariette como su nombre en cédula. Datos erróneos, a fin de cuentas. 

  Mirey había nacido en 1940 – durante la evacuación de las fuerzas leales a Charles De Gaulle del Líbano colonial – y fue apadrinada por el general francés Leon Minyl y su esposa Aayab, tía paterna de Mirey. Su nombre se lo debe a Leon, quien lo había sugerido en honor a su hermana adolescente, Mirey Minyl; asesinada en manos de los nazis mientras ella montaba bicicleta. Estos habían ocupado Francia – snapshot de Hitler frente a la Torre Eiffel.

Los padres de Mirey tenían “el mejor restaurante del Medio Oriente”, en palabras de su hija, un local conocido como Al-Mardechiye en Zgharta además de otro en el centro de Trípoli – bulliciosa ciudad costera cercana a Zgharta – donde se reunían los soldados franceses que hacían vida en el Mandato del Líbano creado por la Liga de las Naciones tras el colapso del Imperio Otomano. Fue allí donde Aayab conoció a su esposo francés, marcando su vida como un vaivén – melodía de la inestabilidad política – entre el francófilo Líbano y la imperial Francia.

Mirey estudió en Beirut, con sus palacetes y arabizado art déco, bajo el cuidado de su tía Thérèse, esposa del Ministro de Defensa libanés, y posteriormente en la Escuela de las Hermanas de la Caridad – internado regido por monjas francesas de estricta educación y fino porte – en la norteña Zgharta. Entonces, – culminada su educación – estalló en un bombazo el conflicto que barrería su acta de nacimiento y Zgharta fue dividida, por varios meses, en dos distritos enemigos bajo el control de poderosos clanes familiares políticos o “zoamas”, suertes de Cosa nostras con linajes nobles: el sur, en manos de los Karam y los Douaihy, y el norte, en manos de los Frangieh y los Moawad.

Los Saadeh quedaron en el condado sureño mientras las amistades de Mirey hicieron vida en el norte. Resultantemente, Mirey era llevada en ocasiones por sus padres a la línea de demarcación donde sus amigas la recibían con la intención de que pasase el día con ellas hasta que el sol se escondiese tras las plantaciones de olivos. Así, entrando en “territorio enemigo” y digno de una rosa novela de amores prohibidos, Mirey conoció a quien sería esposo durante una misa.

“¿Y esta paloma nueva aquí?”, recuerda Mirey al referirse a la reacción de los presentes en la misa de la iglesia de la zona norte cuando acudió a esta con sus amigas. Allí, los coquetos ojos café de la paloma nueva se encontraron con los de Faouzi Sayegh (n. 1935 f. 2011) – joven cinco años mayor, emigrado a Venezuela y que en aquella instancia visitaba su tierra natal – cuya madre, Wadet, era prima de Suleiman Frangieh; futuro presidente libanés y líder del clan Frangieh que regía aquel distrito norte donde Mirey era ave extraña.

El amor, torrente emocional e incontrolable de la mente, se derramó desde aquel encuentro en la iglesia. Caída la noche sobre las casas de roca – y una vez retornada a su casa – Mirey pícaramente aviso a su madre: “esta noche te van a llamar”, preocupándola al hacerla creer que había hecho algo malo. “Éramos novios de lejos, porque la moda decía que si el hombre te tocaba ya no servías para nada”, recuerda entre risas. Así, la señora Saadeh recibió una llamada de Faouzi y – bajo la organización del hermano de Mirey – se organizó un encuentro entre ambos, a pesar de ella estar prometida a un militar, en el cual Mirey se embelesó por su honestidad y transparencia. Tres días después, Faouzi le pidió su mano y al paso de un mes fueron marido y mujer.

Faouzi partió a Venezuela, con la intención de preparar el papeleo para la llegada de su esposa, y Mirey se preparó para partir a la transoceánica América junto a su suegra Wadet. “Llegué al aeropuerto y bajaban todos los paisanos a recibirme”, dice de su llegada a Maiquetía – un día de 1960 que ahora, en el recuerdo, le trae lágrimas – en el primer vuelo de Viasa que despegaba desde la París de los existencialistas. El sol tropical y los montes verdes que chocan contra las playas y los cactus le dieron la bienvenida. “El venezolano es buena gente”, dice de los locales de aquella tierra donde hundiría sus raíces de cedro, “Ojalá que cambie esta situación.”

Antonio Fanianos – dueño de la legendaria posada donde los libaneses se residenciaban al llegar, ubicada en cercanías del Palacio de Miraflores – subió al avión a recibirla. Al bajar, por la escalerilla metálica, Mirey conoció a sus cuñados – a quienes solo había visto en fotos – y escuchó a Alfred, el hermano de su esposo, susurrarle a uno de sus hermanos: “que muchacha tan bonita la que baja”, sin tener conocimientos de que aquella era la esposa de su hermano. Wadet, en cambio, no reconoció en primera instancia a sus hijos: llevaba varios años sin verlos y era su primera visita a Sudamérica. Entonces, Mirey – al encuentro de quienes habían sido los vecinos de sus padres en Zgharta – lloró.  

 “Mis cuñados fueron más que hermanos para mí”, dice con nostalgia, recalcando que Yvonne – la esposa de su cuñado Michel Sayegh – fue como una madre adoptiva. Entonces, junto a su marido, se estableció en la Avenida Victoria y sus ornamentados edificios art déco.

Faouzi había estudiado en el liceo italiano de Beirut, donde – quizás oyendo ángeles cantando en la lengua de Alighieri – sintió inclinaciones sacerdotales. Sus padres, contrariados por las aspiraciones religiosas de su hijo, lo enviaron entonces a la lejana Venezuela (empapada de petróleo) donde vivían Michel, su hermano, y su esposa de ojos zafiro Yvonne. Varios de los hermanos Sayegh – Alfredo, Michel, Elías, Maurice, Faouzi y posteriormente Hamid – se establecerían en tierras venezolanas y establecerían su descendencia de narices semitas y español caribeño. ¿Qué terminó de cambiar su opinión sobre ser sacerdote?, le pregunto a Mirey. Con risa pícara, y encogiendo los hombros, me responde con tono coqueto: “Mirey.”

En aquellos años que Mirey hizo vida en la Caracas de mediados de siglo, Faouzi trabajaba en el Mercado de Quinta Crespo, dueño de dos puestos, que lo hacía partir en el albor del amanecer para buscar su mercancía frutal en la Colonia Tovar, un pueblo habitado por alemanes y enclaustrado entre selvas nublosas y plantaciones de fresas en los montes del estado Aragua. Así, por obra y gracia de la frutería, la prosperidad abundó en la pareja, llevándolos en 1971 – y ya con tres hijos – a regresar al Líbano.

Familia Sayegh en Zgharta a principios de siglo.

Familia Sayegh en Zgharta a principios de siglo.

Faouzi, entonces, compró una gasolinera en Trípoli – ciudad de fortalezas y souks antiguos junto a residencias modernistas, revestida en la opulencia de un boom económico y donde Oscar Niemeyer construía la sede de una feria mundial – y abrió allí una fábrica de neveras para locales comerciales, además de inscribir a sus hijos (ahora esperaban al cuarto) en el liceo italiano de la ciudad. Los ingresos aumentaron – con el éxito de sus negocios – y la vida se hizo más dulce en la tierra natal.

Entonces – un coctel de alcabalas, autobús lleno de palestinos asesinados en Beirut y milicias falangistas – detonó la guerra civil, de la noche a la mañana y cuatro años después de su retorno, que haría del país un mar de sangre y traería mil naciones al suelo libanés por quince años. “El primer negocio que bombardearon [las milicias palestinas y musulmanas en Trípoli] fue la fábrica de neveras”, dice Mirey. Con la ciudad convertida en festival de cohetes y fusiles, o en carnicería de brazos musulmanes y cabezas cristianas, los Sayegh Saadeh escaparon (dejando sus negocios destruidos) a la cercana Zgharta – prospera, bajo el mandato del presidente zghartewi Suleiman Frangieh – durante el quinto embarazo de Mirey. Pero sonaron estrepitosamente las alarmas y los habitantes de Zgharta, asediada por las milicias musulmanas y palestinas que se aproximaban de Trípoli, se vieron forzados a tomar refugio en Ehden – veraniego pueblo vacacional de Zgharta, transformado en gélido enclaustre de montaña durante el nevado invierno. Los hombres manejaban los autos, en dirección al frente de guerra, y las mujeres se sentaban en las maletas abiertas – preparando los cartuchos de los milicianos y gritando el agudo canto típico – mientras las campanas de las iglesias anunciaban la batalla en proceso. Mirey, entonces, pasó el resto de su embarazo en el Ehden invernal, bajo espesas capas de nieve y borrascosos brisas heladas, donde había colapsado el servicio eléctrico (empeorando así, mucho más, las temperaturas).

Cocinando con leña, y recibiendo el pueblo alimentos desde helicópteros enviados por un general maronita del ejercito (quien era nativo del pueblo), Mirey sintió las contracciones de su quinta hija. Entonces, yendo a casa de su doctor, que vivía en un pueblo colindante a Zgharta, Mirey – sudor, dolor y parpados apretados – dio a luz mientras, simultáneamente, Zgharta era bombardeada. “Si llega un cohete nos mata”, dice haber pensado continuamente mientras su hija veía por vez primera la luz del mundo.

Las llamas y el odio interreligioso destruyó todo lo que los Sayegh Saadeh habían hecho en su tierra natal. Así, la familia partió. El carro avanzó por la ruta desértica hacía la capital siria de Damasco mientras, en simultaneo, el ejército sirio – en el carril contrario de la carretera – hacía su entrada Líbano tras invitación de los cristianos, desesperados y al borde de la derrota y el exterminio. Entonces, mirando hacia atrás, volvieron a Venezuela – ahora con el epíteto “Saudita”, ante sus griteríos de “’ta barato, dame dos” – donde Faouzi, comprando una nueva casa en la Avenida Victoria, fundó (como habían hecho sus hermanos Maurice y Alfred, al fundar la constructora Escartaac, y Michel, fundando la constructora Misaika) la constructora Belmont – centrada en contrataciones gubernamentales – que construyó múltiples avenidas y calles de asfalto negro. “Empezamos de nuevo”, recuerda.

Hoy, Mirey celebra a sus cinco hijos – José (n. 1961), Janeth (n. 1963), Ramón (n. 1967), Carlos (n. 1973) y Nuja (n. 1975) – que hacen vida en Caracas y sus verdes colinas, natal para los mayores y adoptiva para los menores, además de sus siete nietos y su único bisnieto. “Fi andi mango w fi andi lechoza”, me dice en árabe – con Caracas en luz de atardecer tras sus ventanas – al ofrecernos jugo. Adrián, el fotógrafo, rechaza la oferta. Entonces, ella ríe. “Claro que tienes que tomar”, le dice, “Eso es una ofenda a nosotros, los liban

Antoinette Karam de Sayegh: El albor de una comunidad

Foto por Adrián Díaz

Foto por Adrián Díaz

“Fue un muy bonito viaje”, dice Antoinette Karam de Sayegh (n. 1938) mientras recuerda – impoluta, con los labios pintados de fucsia y blancas perlas brillando de sus orejas y cadena – la treintena de días de buen clima que fue su transcurso en un enorme barco de nombre “Surriento” que salió de Beirut (e hizo escalas en Alejandría, Génova y alguna ciudad de España cuyo nombre ahora no recuerda) con rumbo a Venezuela: tierra prometida de las masas de inmigrantes que dejaban aquellos puertos milenarios por las montañas y playas de hojas anchas y mariposas gigantes del Caribe. El día parece coquetear con el relato, pues el interior de su hogar en Colinas de Bello Monte está recargado de luz de mediodía que entra desde el verde jardín y su estatua mariana para enervar los colores de la quinta de modernismo de mediados siglo y sus muebles rococó. Con sonrisa sinfónicamente dulce – tía Antoinette es una mujer jovial y simpática – relata como, al igual que sus acompañantes (Laure Antar, Fred Entakli – que vino a culminar sus estudios, pues sus padres lo esperaban – y Assad Zakhia que se estableció en Puerto Ordaz), dominar el francés aprendido en aquel Líbano afrancesado de la posguerra le sirvió para comunicarse con inmigrantes italianos y españoles que también cruzaban las aguas profundas del Atlántico. “La gente era muy buena”, dice, “antes la gente era mejor que ahora.”

Fue recibida por sus padres a su llegada, en octubre de 1958, a aquel país que empezaba a experimentar con la democracia. Emil Karam y Matilde Galib, sus padres, habían puesto sus pies sobre el piso caliente de La Guaira cuatro años antes junto a algunos de sus hermanos. Durante aquellos años, Antoinette – con la intención de que completase su educación – había permanecido en el internado católico Sainte Therese ubicado en Amioun; un poblado montañoso de griegos ortodoxos y cuevas de paleo-cristianos, cercano a Zgharta. Pero Antoinette no culminó sus estudios en el internado, donde habían otras quince muchachas zghartewi de familias en buena posición económica, y se mudó por un año con su hermano mayor para posteriormente partir hacia el horizonte atlántico. “Dejé a mis sobrinos, dejé a mi hermano y dije: Dios mío, ¿Por qué yo vine para acá?”, dice sobre su llegada a Venezuela, “A veces uno se sienta a llorar por lo que dejó allá. Después uno se acostumbra.”

“Éramos poquitos de Zgharta cuando llegué aquí”, explica Antoinette, “Todos éramos como una sola familia.” Así, en una cortés visita (pues los miembros de la comunidad acostumbraban visitar con los recién llegados), conoció a Maurice Sayegh (n. 1931, f. 2001), desconocido a pesar de ser nieto de la prima hermana de su abuela y vecino de la casa frontal a la suya en Zgharta. Seis meses después contrajeron nupcias en Caracas.

Maurice había llegado a Venezuela en 1954, durante el apogeo desarrollista de autopistas y palaciales proyectos públicos del dictador Marcos Pérez Jiménez, en donde algunos de sus hermanos lo esperaban. Después, “hasta vinieron sus papás a pasear.” Junto a sus hermanos, Michel y Elías, Maurice inició sus enterprises venezolanos vendiendo frutas en el Mercado de Quinta Crespo y su sacudón de vida tropical. “En el Líbano, no hay trabajo fuerte”, dice Antoinette sobre por qué los Sayegh partieron a la distante Sudamérica, “Cada quien hace en su jardín, venden sus verduras.” Posteriormente, Maurice y sus hermanos – siendo contratistas primero del gobierno perezjimenista y posteriormente durante los cuarenta años de socialdemocracia adeco-copeyana – se dedicaron a la construcción de toda suerte de obras civiles, desde autopistas hasta hospitales. Maurice, que dirigía los proyectos en compañía de su hermano Alfred y posteriormente por cuenta propia, fundó “Corporaciones Escartaac” en la cual, en tierna añoranza, “quiso disimular el nombre de Zgharta.”

En el Líbano, la madre de Antoinette – Matilde Galib – era dueña de un dekén (abasto) que Antoinette considera fue “el mejor de Ehden.” Emil, su padre, era propietario del primer automóvil de Zgharta, que estacionaba en el corazón del pueblo donde una eufórica multitud de jóvenes fascinados se aproximaba a escuchar la radio – tecnología aún inexistente en ese rincón de la provincia libanesa. Matilde fue “una mujer muy emprendedora, que no sabía leer ni escribir” y que propulsada por sus habilidades comerciales y la picazón de su ingenio, la famosa vena turca, logró en un parpadeo del tiempo una posición de liderazgo en aquella comunidad libanesa – remembranza de los mitos velados de las mil y una noche noches ante los ojos locales – que se asentaba en Catia, al oeste de Caracas, con sus calles de mil lenguas y mil rostros extranjeros. Allí, al igual que había hecho el inmigrante libanés Antonio Fanianos, Matilde rentó un edificio que transformó en una acogedora pensión para inmigrantes libaneses y sirios que llegaban – sin conocimiento del español y del país, con su masa de maíz y sus merengues – a aquella Caracas en ebullición modernista. En esos pequeños apartamentos y escaleras serpenteantes, los patriarcas y matriarcas de grandes clanes empresariales, que se alzarían en las décadas consiguientes, y los ancestros de afamadas personalidades públicas venezolanas tuvieron su primer refugio. Allí, le “enseño a la gente como trabajar, los orientaba, los ponía en contacto”, haciendo así de la pequeña pensión el corazón latiente de la naciente comunidad. Posteriormente, pagando en cuotas, Matilde compró el edificio a su dueña original.

Los hermanos Sayegh, sus esposas y descendencia en los años noventa en Caracas.

Los hermanos Sayegh, sus esposas y descendencia en los años noventa en Caracas.

Mordisqueada por la sangre púrpura de sus ancestros fenicios, Matilde había abordado el transatlántico mamotreto de metal que la llevó a América con cargamentos de aceite, aceitunas, hojas de parra, arak (bebida alcohólica anisada, típica del Levante) y “hasta calabacín encurtido” que planeó vender en la tierra nueva donde aún se desconocía la cocina libanesa y sus especias y carne de cordero. Para el año de llegada de Antoinette, Matilde comerciaba simultáneamente en tres mercados diferentes de la ciudad capital y vendía vestidos para niñas que producía en su hogar, renunciando a los placeres oníricos del sueño y entregando sus manos a la erosión del bordado, al caer la oscuridad de la noche y encenderse las luces de neón. Matilde, además, se ganó – suerte de abuela mágica del Oriente, pues vivió hasta los noventa y dos años – el respeto tanto de fábricas de bluejeans que le vendían sus productos para su venta como de incontables comerciantes de Catia, de los cuales fue prestamista hasta en la vejez.

En 1962, Matilde (siendo tesorera) registró – junto a Lamia Yamin (primera presidenta), Katherine Marrawi, Teresa Karam, Yvonne Karam y otras distinguidas mujeres zghartewi-venezolanas – la organización caritativa Damas de Zgharta (que sigue en actividad en la actualidad) a pesar de tener ya varios años en existencia. Del fallecimiento joven de Emil, y en directo resultado del derroche registrado en coloridos y recargados arreglos florales que recibieron los Karam Galib durante el velorio, la organización decidió crear una plateada y pesada caja con la intención de que los asistentes al velorio donasen dinero para las familias afectadas por el fallecimiento; tradición que se ha mantenido hasta el presente en las familias de origen zghartewi en Venezuela. Además, bajo la tesorería de Matilde, las Damas de Zgharta adquirieron múltiples lotes en el Cementerio del Sur – con sus mausoleos barrocos y estatuas clásicas – para las familias de Zgharta y de los pueblos colindantes que tuviesen bajos ingresos. De igual forma, la Asociación adquirió urnas en el Cementerio de El Junquito.

Del matrimonio Sayegh Karam, nacieron Marcel (n. 1961), Samir (n. 1962), Mauricio (n. 1964) y Virna (n. 1968) que me acompaña hoy con la misma sonrisa idéntica y enérgica que su madre. Seis nietos hacen vida en Caracas y Valencia, en Venezuela; España y los Estados Unidos. Eventualmente, Marcel asumió el timón de Escartaac, pues había estudiado ingeniería en Venezuela. Pero a pesar de aquel salto a la sofisticación, la monumental corporación y sus labores públicos culminaron con el albor de fin de siécle de la revolución bolivariana. Entonces, los negocios familiares transmigraron a la cría de caballos tanto en Venezuela como en rancheríos amplios en los Estados Unidos.

La brisa tórrida y el sol ácido del país que Antoinette hizo suyo nos acompaña mientras nos sentamos en la mesa del jardín bajo la mirada nerviosa de Alf, su Staffordshire bull terrier al cual le habla en español y árabe, pues tía Antoinette y Virna – quien hoy, como su abuela, es tesorera de las Damas de Zgharta – me invitan a almorzar aguacates sembrado en su jardín, tomar jugo de mango y comer kibbe. Hoy, como en aquel transcurso en bote, el día es bonito. `

Don Pedro Dahdah: Grano a grano

Palmeras retorcidas y despojadas de hojas largas: Santo Domingo fue aplanada, hecha escombro hasta el horizonte de madera y zinc. El ciclón San Zenón (1930), furia caribeña de voraces nubarrones oscuros, había dejado su mordida ensangrentada sobre la isla de la caña de azúcar. Casi brincando para evadir los fauces de la devastación, Evelyn Dahdah (n. 1926) y su padre viudo partieron a tierras no añejadas por la hecatombe.

Foto por Adrian Díaz

Foto por Adrian Díaz

Venezuela fue su tierra prometida. De petróleo recién descubierto, era hacienda que se hacia metrópolis de plástico y carros americanos donde Pedro – el tío de Evelyn – se había asentado. Evelyn migraba por segunda vez en su corta vida. Junto a sus padres, había cambiado en su infancia aquel Líbano bajo tutelaje francés – mission civilisatrice – por la cuasimitológica América; la utopía transoceánica de infinitas oportunidades donde la vida podría empezar, impoluta, de nuevo.

Pasados los años y venezolanizada, “mi señora era latina” dice su marido, Evelyn se encontró de visita regresando a su tierra natal – ahora una república independiente. Pero la visita se hizo larga, extendida, permanente, y Evelyn contrajo nupcias. Su esposo fue Pedro Dahdah, (n. 1922) hijo de la prima hermana de su padre. Hoy, Don Pedro – como con cariño lo conocen sus allegados y la comunidad libanesa de Caracas – me observa con mirada reflexiva mientras sostiene con fuerza su cédula venezolana. Su cabello aún es abundante, prístinamente blanco, y viste una camisa de color blanco hueso que elegantemente tiene metida en su pantalón oscuro. “Vete sola, yo no voy”, dice con su voz rasposa pero dulce: repite el claro veredicto que dijo a su esposa una vez que ella, no pudiendo adaptarse a la vida libanesa, le pidió regresar a Venezuela. “‘Yo no me voy sin usted’, me dijo ella. ‘Bueno, entonces voy contigo’ le dije.” Y sin más bulla, Don Pedro y Evelyn desembarcaron en las faldas de la Cordillera de la Costa. Era 1947, año de temblor político, y los recién llegados se mudaban a casa de aquel otro Pedro Dahdah – el mencionado tío de Evelyn –, asentado en las cercanías del Palacio de Miraflores que, con sus techos de tejas y sus moriches, firmemente se plantaba ante la transformación que se avecinaba a demoler la Caracas mantuana.

Bajo el sol ácido del trópico, los pensamientos de Pedro Dahdah se nublaban con el ardiente deseo de retorno. Pero la lengua se desenvolvió, dio volteretas y arrendó fonemas, y el español floreció desde su garganta. Entonces, la añoranza fue resquebrajada. “Me gustó el país porque hay trabajo. Allá no había trabajo”, dice Don Pedro. Recuerda su oficio como transportista de cargas pesadas sobre los lomos de desdichadas mulas en Zgharta, antes de partir a Sudamérica. Sumido en la pobreza de la provincia, aquel pueblo fervorosamente maronita de campos de olivo e iglesias austeras desconocía los camiones, tomando las mulas el lugar de estos para llevar la carga pesada.

Don Pedro estuvo bajo las alas del tío Pedro. Así, fue empleado en su negocio de distribución mayorista de granos y papas. “Cuando llega uno aquí como inmigrante, uno es nada.”, afirma con cierta picardía, “Se lo llevan como el aire: pa’ allá y pa’ acá.” Don Pedro dice haberse “enamorado” del trabajo de su tío, que aunque fuese familiar de su esposa se convirtió en un tío para él. Adentrándose en carreteras de tierra roja y autopista recién construidas, Don Pedro hacia largas travesías en un camión cargada de granos. Maracay. Valencia. Barquisimeto. “Empecé a conocer la vida”, recuerda de sus travesías para transportar los granos desde Caracas a otras ciudades del país, “la forma del trabajo.” La deuda que tenía con su padre, de mil liras libanesas que le prestó al emigrar, fue entonces saldada con creces (sus hijos ríen mientras cuenta esto).

Su dominio del español se hizo firme. Habilidoso en la labor, y habiendo pasado una mitad de década desde su llegada, el suegro de Pedro lo convenció de abrir su propio negocio. Fue así como, en 1952, registró su propia distribuidora mayorista de granos, papas y condimentos: Pedro J. Dahdah. Dejando su área de trabajo en el centro de Caracas (en cercanía del ahora inexistente Mercado de San Jacinto: aquel abrevadero donde confabulaba la fauna caraqueña entre gritos, cajas rebosadas de frutas, olores a especias y sombreros de todo tipo), Don Pedro se asentó en un local alquilado en el Mercado de Quinta Crespo. Solía traer su mercancía desde el interior agrario del país, fiando un camión que paulatinamente fue pagando hasta ser suyo. Ocasionalmente, la mercancía la conseguía a crédito: se había ganado la confianza de los productores, a pesar de haber iniciado sin crédito y con poco capital.

Llegado 1956, Don Pedro – ahora padre de cinco – regresó por primera vez al Líbano. Con la intención de que conociesen la tierra de sus padres y de sus abuelos maternos, llevó consigo a sus hijos mayores. Pero, para aquel entonces, el Líbano – atraído por las promesas de progreso que tomaban forma como edificios de hormigón y autopistas que atravesaban la selva – había venido a él: “se llenó aquí Venezuela [de libaneses].”

Pedro J. Dahdah, la compañía, siguió en ascenso. Don Pedro junto a su hermano Amín – quien, siguiendo sus pasos, había hecho vida en Venezuela – adquirió sembradíos de papas en Salom, Yaracuy. Así, bajo las bajas colinas verdes del noroccidente del país, su negocio de distribución de papas hizo ebullición. Pero el Pacto de Punto Fijo dijo: hágase la socialdemocracia, y la socialdemocracia se hizo. Llegada la Reforma Agraria (1960), Don Pedro perdió sus tierras cuando el Estado las redistribuyó a los campesinos. Con su capital profundamente afectado, y sus tierras perdidas, el negoció viró hacia los granos y otros productos como ajo y pimienta.

La compañía prosperó. Entrada la segunda mitad del siglo XX, Pedro J. Dahdah – creación de un antigua transportista de carga pesada en mulas – se hizo una de las distribuidoras mayoristas de granos más grandes de Venezuela. Los Dahdah finalmente lograron adquirir el local alquilado de Quinta Crespo y, junto a una familia judía, Don Pedro – ahora con sus hijos a su lado – construyó una torre en cercanías del mercado y estableció su negocio en esta.

Hoy, Don Pedro tiende a visitar anualmente al Líbano. Tiene ocho hijos: Nancy (n. 1950), Susana (n. 1952), María (n. 1953), Tony (n. 1954), Johnny (n. 1956), Evelyn (n. 1958), Pedro (n. 1963) y Adela (n. 1967). De ellos, se enorgullece de tener veintidós nietos y diecinueve bisnietos. Su descendencia se ha hecho venezolana y aunque muchos viven en el país que le dio cobijo a Evelyn y a él, varios hacen vida en el Líbano, Canadá y Estados Unidos. Don Pedro, sin soltar su cédula y con las colinas verdes de Caracas asomándose en la ventana a su lado, sonríe mientras sus hijos Johnny y Susana me ofrecen jugo de mango.