Despedida a Mamarie

Marie Antar de Mawad

Marie Antar de Mawad

Cruzaste mares profundos; dejando en tus memorias las tierras de arbustos espinosos, olivos, iglesias de piedra y puertas azules de donde provenías. Eras cedro del Líbano. Llegaste a esta nación extraña y nueva, de árboles de hoja ancha y sol ácido, en la cual sembraste tus raíces y dejaste tus semillas. Este era un lugar alienígeno con plantas extrañas, rostros diferentes, verano eterno, comidas nuevas y palabras desconocidas para el oído. Aún así, hiciste a Venezuela tuya. Dejaste un país que conocía el rostro grotesco de la guerra y te enamoraste de este paraíso (como siempre lo llamabas) que te recibió en sus puertos: por eso te fuiste sin jamás perdonar la destrucción de este santuario tropical que fue tu segunda nación. En él, te entregaste a tu esposo, a tus hijos y a tus nietos con todo la irradiación de tu fervoroso amor incondicional, con tu cocina inolvidable de sabores delirantes para la lengua y con tu manera tan característica – tan propia – de ser. En tu cuarto, que ahora yace vacío y donde tu campanita multicolor ya no resuena, pesa el silencio que ha reemplazado tus chistes y comentarios. El vacío pulsa y la imagen de la Virgen María, con un ojo turco colgante, observa; silenciosa. Moriste por amor. Apenas mi abuelo se fue, la pasión que los conectaba te jaló lentamente – pues era una cuerda invisible – hacia donde él estaba. El amor por Papaemil, te robó – con dolor físico – toda tu energía hasta que pudiste, finalmente, ver su rostro una vez más. El día que partiste (cuando tu mejor amiga, entre lágrimas que le enjuagaban la mirada, gritaba desgarradoramente que habías sido madre, hija y esposa de todos) abundaron los frondosos ramos tropicales con condolencias escritas y los incontables rostros de diferentes épocas y orígenes que vinieron a darte un último adiós. Eras adorada, y toda persona adorada es de extrañarse agudamente. Tu propulsión fue aquel amor por tus hijos, fue la lucha para darles oportunidades que tú no pudiste acceder – fue alejarlos del agrio sabor de la desolación en la que te criaste. Tu existencia era pasión. Tus manos estaban desgastadas, rugosas, de tanto cocinar; de tanto aceite, tanto hielo, tanto moler y tanto cortar. Incluso al final, en aquel cuarto de colores opacos, eras un símbolo de fuerza y orden. Ay Mamarie, ¿Cuántas veces los doctores no se explicaron tu victoria sobre el cuerpo frágil que, supuestamente, no pasaría la noche? Te llamaron toro, como las cabezas de aquellos dioses monstruosamente hermosos que adoraron tus ancestros. En fin, bello animal que vence los arduos obstáculos y se defiende de los flechazos ensangrentados en su lomo. Ahora brillas distante (como siempre lo hicieron tus ojos azul cielo), más allá de la tormenta roja de Júpiter y de los nimbos de estrellas, iluminando el camino para tu larga descendencia. Estarás eternamente con tu gran amor, Papaemil, y acompañándonos a nosotros todos. Solo me queda darte gracias. Gracias infinitas por todo, Mamarie. Gracias. Te amo un mundo y te vamos a extrañar.